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lunes, 27 de enero de 2014

Noches Blancas


                                                                                                                                  Ginger Triana
 
                                                                                                                                           
La araña de sus dedos tibios avanzando sobre mis senos generosos me despertó por la mañana. La blancura de las paredes de la habitación, así como de las sábanas de satín, me deslumbraron en cuanto abrí los ojos, intenté zafarme de sus caricias suavemente, pero al sentir su aliento cerca de mi oído musitar palabras sucias ya no pude resistirme. Aún escurría el semen de anoche por mis nalgas. Estaba completamente desnuda. Es mi costumbre dormir así, a pesar de este invierno canadiense que se mete en los huesos. Me fascina dormir libre, sin atavíos, para sentir la suavidad del satín contra mi cuerpo limpio y perfumado. Es mi rutina darme una ducha caliente por las noches y rociarme unas gotas de mi fragancia favorita. Antes de acostarme me quito la bata negra y la cuelgo en el perchero, a un lado de la cama, pues sé que él me aguarda. Sé que sus ganas me pertenecen. Me pierdo en el verano azul de sus ojos, como en el cielo de Toronto, mientras me interno lentamente en el bosque de las sábanas. A veces se acerca de manera tierna, como si fuera un gatito; otras, se abalanza sobre mí como un león amenazado, tras lo cual quedamos exhaustos. Luego nos abrazamos y perdemos en el mundo de los sueños.
Cuando se apartó de mí esta mañana, tras venirse, sentí nostalgia. La cama es el único lugar donde podemos entendernos. Por la mañana, cuando nos separamos, echo de menos los orgasmos, los besos, los gemidos, el sudor y las corridas; me pregunto cuánto durará la tregua; me incorporo, descuelgo mi bata y me dirijo a la cocina a preparar el desayuno. Casi inmediatamente inician las primeras controversias del día: comienzan los desencuentros, pero hacemos una pausa, por falta de tiempo, y nos alistamos para ir a nuestros respectivos trabajos. Sé que continuaremos la discusión por la noche. Antes de salir le muestro una lista con los artículos de la despensa para la semana. La toma con desdén y sale sin despedirse; no le cayó tan mal, después de todo, yo suelo hacer lo mismo. Nuestra relación es tan complicada como excitante. Amo cada centímetro de esa piel de porcelana. El cuerpo tiene una extensión limitada; sin embargo, el alma está habitada por tantas personas de las que no sabemos absolutamente nada. Suelo preguntarme cuánto tiempo se necesita para saber si una relación funciona, cuándo es mejor retirarse. He deseado marcharme desde el día que lo conocí. Hoy me invade un profundo deseo de no separarme de él jamás y, al mismo tiempo, de salir corriendo hacia el lado contrario. Por estas complicaciones es que aparece una rosa blanca en mi comedor, cada semana, religiosamente. Es su forma de suavizar nuestras controversias.
Un año y medio después heme aquí con múltiples deseos y dudas, mientras recorro la oscuridad de la urbe, hacia mi trabajo, en el suburbano.
A lo largo de la jornada laboral recibí mensajes de texto suyos y no quise contestarlos: sé que le molesta y eso me encanta. Él es lo primero que veo al abrir la puerta del apartamento: sus rizos dorados caen sobre su frente, sentado ante la laptop, en medio de una espesa nube de humo. Antes que cualquier cosa lanzo el primer proyectil. Le reclamo por no abrir la ventana, odio el olor rancio del tabaco. Me mira furioso y reanudamos el pleito que teníamos pendiente, ahora intensificado por lo de la ventana y las bolsas del supermercado que invaden toda la sala. ¡Qué demonios le costaba guardarlas! ¡Y ni siquiera una rosa blanca en el comedor para endulzar, al menos, su holgazanería!
Repele la agresión a gritos acusándome de infiel por no contestar sus mensajes. En mi mente estalla la idea de que lo haría sin dudarlo, si conociera alguien que me gustara tanto como él, si no ¿qué caso tendría?, y sonrío mientras me inclino provocativamente con mi falda corta y ajustada a recoger los víveres, lo cual desata más su furia. Cree que me burlo.
Intempestivamente me da una bofetada que me hace perder el equilibrio. Los tacones facilitan mi caída, amortiguada por las bolsas del mandado. Un sabor a hierro invade mi boca mientras veo que un coco sale rodando de una de las bolsas hacia mí. Siento cómo mis bragas se humedecen. Nunca me había tratado así. No sé si es por la adrenalina, pero como el calor viaja por el metal, unas llamas transitan sobre mis piernas, escalan mi sexo y alcanzan mi cabeza. Veo su rostro encendido descomponerse. Se avergüenza. Al percatarse de que estoy bien intenta levantarme, pero no permito que me toque, tomo el coco y se lo lanzo con todas mis fuerzas. Logra esquivarlo con habilidad y éste se estrella contra la pared, partiéndose en dos. Contemplo la salida de su dulce líquido cual eyaculación masculina. Su agradable aroma inunda el lugar. Me quedo hipnotizada ante su blancura interna. ¿Cómo es que un fruto, en apariencia tan burda, puede contener un secreto de virginal delicia en su interior? Unos instantes después lo veo sentarse, con la cara entre las manos, en una de las sillas blancas del comedor blanco. Aun no termino de chupar la sangre de mi labio. Me levanto con cautela, sin que él se dé cuenta, y voy hacia el coco, introduzco mi palma dentro de él y desprendo la tierna pulpa de su concha: esto me recuerda esos momentos en que él roza mi vulva con la mano y me excito aún más. Lamo la carne nívea y aspiro su aroma antes de descorrer el hilo de mi tanga. Tomo un puño de nieve tropical y la unto en mi vulva. La sensación es deliciosa. Sin embargo, él me descubre: me observa, asombrado, con el rostro humedecido por gotas de mar. Dejo que me saboree con los ojos un instante más. Noto la paulatina hinchazón de su miembro. Me tiro sobre la alfombra y abro las piernas al máximo, mientras continúo el níveo masaje. Él se acerca, retira mi mano, se humedece los labios y bebe de mi cavidad llena de pulpa. Me devora poco a poco. Estoy a punto de llegar al orgasmo cuando él se desabrocha el pantalón e intenta penetrarme, pero no lo permito. Estiro mi brazo para tomar la otra mitad del coco que yace vacía, sin rastro de líquido. Desprendo su delicada carne y la sopeso en mi mano. Él yace desnudo, sentado en el piso. Le doy un beso mordelón, con gusto a sangre, mientras deslizo mi mano pulposa por su espada. Lo escucho estremecerse. Luego me inclino para beber de la flauta de jade y devoro los tiernos trozos blancos aferrados a su glande. Ahora mi boca sabe a coco. Una vez que termino me monto sobre él, sigo el vaivén de las olas y, justo cuando siento que van a estrellarse sobre las rocas, nos besamos intensamente: vemos el estallido de fuegos artificiales, tras lo cual nos levantamos, olvidándonos del desorden doméstico, y subimos a dormir el sueño post-orgásmico.
Por la mañana me despierta el vacío de la cama. Se ha ido a trabajar más temprano. Bajo en busca de fruta y yogurt. Me reconforta ver que recogió las bolsas y puso los víveres en su sitio. Me sorprende que en el comedor blanco haya dejado un coco en vez de una rosa blanca.  
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