Hay papacito, mira nada más como estas; después de tanta vida, ¡Energía pura irradiaban tus ojitos verdes! y ahora estás todo frío, quieto, pálido y tirado
en esa caja, cual trapo viejo que ya no sirve.
Quien
hubiera pensado que este vestido negro tan elegante lo iba a estrenar aquí, el
día de hoy para tu funeral, yo que celosamente lo tenía guardado para
festejar tu divorcio, para ese día tan especial que esperé con ilusión durante 10
años; el día que por fin te separaras de esa vieja bruja de la Domitila y te
casaras conmigo.
Pero tú no cumpliste, te fuiste sin decir adiós, dejando a las dos mujeres que
tanto te amamos y odiamos; ricas, felices, satisfechas, libres; pues esta
es la verdad; estábamos hartas de ti, de tus celos, maltratos, tu machismo
y arrogancia.
Un
día sin que supieras, Domitila vino a mi morada, para decirme que ella
siempre supo de nuestros "queveres" y que me odiaba, pero estaba dispuesta a tolerarme,
porque sabía que era estéril y nunca podría concebir un hijo tuyo, así
que no le importaba que yo te calentara el lecho en las noches frías, mientras no
tuviera que compartir el dinero de sus hijos con un bastardo; ya hasta se
había acostumbrado a mi perfume; pero definitivamente no estaba dispuesta a tolerar a otra
suripanta aprovechada, que le daba mucha pena arruinarme la tarde, pero venía a
decirme que tenías otra amante; una jovencita rozagante de 18 años, de la cual
parecías estar muy enamorado, tanto que la otra noche le pediste el divorcio,
cosa que nunca hiciste por mí
Sus
palabras fueron una daga en mis entrañas, al principio no le creí, pero en el
fondo sabía que mis presentimientos eran verdad.
Tras
secarme un par de lágrimas, le pregunte: ¿Que quería, si venía a humillarme, a
burlarse o qué diablos buscaba?
Me
dijo que su paciencia había llegado al límite, pero tenía miedo; venía a
pedirme, implorarme, suplicarme que la ayudara a cometer
un atroz crimen en tu contra papacito, pues ella no tenía
valor de hacerlo sola; al principio me horrorice;
pero sus palabras fueron tan convincentes que no pude resistirme, me dijo que me habías dejado esta casita que habito en tu testamento, que todo lo demás le
pertenecía a ella y a sus hijos, pero si la ayudaba no impugnaría el testamento y me daría la parte que me
corresponde.
¡Mis
celos y despecho eran tan grandes! que no tuve más remedio que colaborar a la
hora que descomponer los frenos de tu camioneta, y poner esas gotas para el
insomnio en el café que te di antes de que te marcharas de aquí; junto con ese beso, con el que te robe el último aliento.
Y
ahora estoy aquí, mirándote en tu féretro, dándote la despedida.